LA NOCHE DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK, Mariano Botet
El último beso
Y después de una pausa, de localizar el monedero en el bolso, de colocarme bien la falda, la blusa, la chaqueta, el pelo... al fin entro.
La recepcionista, mona, cómo no, me escanea con rapidez y disimulo profesional según me acerco al mostrador.
Me pone delante una ficha de papel y una sonrisa también de papel. Y me pregunta cuánto me voy a quedar. Le digo que una sola noche.
-“¿Espera alguna visita en la habitación?”
-“No, sólo yo, le respondo”.
Desusado, pensará. Vendrá tanta gente a dormir como a no dormir.
-“Tengo reserva. Habitación 5” -digo, mientras relleno la ficha.
-“Ah, sí. Claro, señora... eh... señorita... Santa María”. -(Sí, en eso estoy, pienso)-.
-“Piso 13, habitación 5, como reservó”.
Cojo la llave y me despido dejando la ficha. Sin sonrisa. Total, le sale a ella mejor.
Mi cabeza... Ahí viene la nube... la deshecho. “Céntrate, idiota. Pulsa el botón”.
Gracias a Dios, el ascensor se abre rápido.
Entro y pulso el botón del piso 13.
Trece.
A alguna otra persona, en algún otro momento, le podría hacer gracia. Pero hasta a mí me suena manido.
¿Intencionado? ¿Casualidad? ¿El destino? Me importa una mierda, como todo lo demás. Lo que me interesa es la habitación. Justo encima de la entrada al restaurante.
El ascensor sube... Miro a la puerta. A los botones, al indicador, al techo, al suelo.
La palabra restaurante siempre tuvo un matiz dorado en mi imaginación. Sobria, marrón... Quizá por la madera. Y con dorados.
Bah. Céntrate.
Me aburren las palabras, me cansa ya pensar. Las lágrimas no se acabarán nunca, pero las ganas de llorar sí. Y estoy muy harta. De eso y de todo. Y no hay alegría por saber que acabará pronto. Ni pena, ni prisa. No hay nada. Sólo cierta preocupación por no fallar en el tiempo. Espero que no. Mi profesora de música decía que tenía un excelente sentido del tiempo. A ver.
Qué asco de ascensor, no llegará nunca...
Al fin salgo del ascensor.
Oh, un empleado de planta. ¿Todavía existe eso?
-“¿Lleva equipaje, señora?”
No soy ya señora de nadie, imbécil: me abandonaron por otra más joven y guapa que aún no pide nada más allá de cositas brillantes y que la rellenen como a un pavo.
Pero no le digo eso. -“No, viajo ligera, gracias”- Y no sabes cuánto, muchacho, pienso. Echo a andar. De repente me vuelvo y le digo -“¡espera!”- Abro el bolso y le doy 80, todo lo que llevo. Buena propina, ¿eh, niñato? Total...
Se queda un tanto descolocado.
-“¿Eh... quiere la señora... necesita algo? ¿Ahora... o después?”
-“Vete a atender a alguien por ahí”, le espeto en la cara, en la esperanza de que entienda que se puede ir a la mierda. O no, me da igual. Se da la vuelta y se va. Como yo.
Ando hasta mi habitación. Cinco. La llave entra, gira. Abro y entro. Tomo aire y respiro. Respiro la habitación y me respiro a mí misma.
Así que aquí estoy.
La habitación es mediana, con cama de matrimonio. Apropiadamente acogedora. Apropiadamente limpia. Apropiadamente anodina.
Me acerco a la cama. Viene la nube de nuevo. Me giro y me acerco a la ventana. Tardo poco en abrirla y mirar abajo. Puedo ver la entrada al restaurante. Justo debajo de mí. Trece pisos más abajo.
Ahí vendrá esta noche. Con su nueva imbécil. Más joven ¿más guapa? Quizá sólo otra más joven. Quizá sólo otra. Estoy temblando. No importa.
No está bien vulnerar la privacidad de alguien, pienso, sacando su agenda del bolso. Tampoco está bien vulnerar la confianza de alguien. Ni su vida, su futuro, sus esperanzas, sus sueños. Y él vulneró todo lo que podía de mí. Así que no me siento mal por robar su agenda.
No es la que yo le regalé. Es otra. Cómo no.
“Hoy, cena a las 20:00h”. Qué organizado. Leo el nombre de ella. Hasta su nombre me parece tonto. De acuerdo que estoy poniendo cosas ahí. De acuerdo que no soy objetiva. Pero ese nombre me parecía tonto incluso de niña. Amarillo, chispeante, con burbujitas. Como si los padres esperaran que su niña fuera guapa y tonta al ponérselo, para hacer juego con el nombre. Quizá fue así. O quizá es buena cría.
No sé. Ni me importa. Mi parte de la historia es otra. Más negra. Más triste. Como siempre. ¿Quizá para hacer juego con mi nombre? Mi padre decía que era un nombre épico, trágico... Sonaba importante. Hasta leí a los griegos para saber quién era ella. Y sí, en cierto modo, quizá es apropiado. ¿Justicia poética? A la muy zorra de la justicia le pueden dar.
Me vuelvo hacia la habitación. Me quito los zapatos, acerco una silla y quito la pila al detector de humo. Me acuesto en la cama. Rebusco en el bolso. Me enciendo un cigarrillo.
¡Ja! Incluso ahora me cuesta transgredir la norma. Pero es excitante la impunidad. ¿Cómo viven los que viven siempre transgrediendo? ¿Los que siempre se sienten impunes?
Y de nuevo pienso en él. A él no le importaba transgredir. Si no lo hacía, era por un sentido práctico. Le convenía o no le convenía. Sin más. Yo era la niña buena. La niña reprimida. A él no le costaba saltarse la norma, lo convenido. Quizá eso me gustó de él. Llegado el caso, miraba por lo que quería. Más allá de normas, más allá de los demás.
¡Hola! Yo soy una de los demás. Me río. Idiota. Vienen lágrimas.
Con práctica, trago y las reprimo. Respiro. Fumo. Las cambio por rabia. Miro el reloj de la mesilla y lo compruebo con el mío. Bien. Queda media hora. No me voy a dormir.
Y como siempre, no dejo de pensar en él. Qué fácil le fue decirlo. Qué fácil le fue irse. Qué fácil estar delante de mí y de mi llanto. De mi dolor, de mi morir por dentro. Y ni siquiera le insulté. La niña buena. Sólo llorar y llorar. Y pedirle. Y qué fácil le fue decir “no”. Ni siquiera un último beso. Ni siquiera una cita después. Una explicación. “¿Pero me quieres?” Ni tan sólo una respuesta. Ni ese último beso.
¿Qué pongo en ese beso que me importa tanto? Ya me da igual lo que pusiera allí. Simplemente lo quería. Y me lo negó. Con todo lo demás.
Miro la hora. En los dos relojes. 6 minutos. Bien. Quiero salir de aquí. Quiero que acabe esto. ¡Mierda! La rabia que me sostiene. Me pongo de pie. Me pongo los zapatos. Voy a la ventana. La abro, me asomo. Y espero.
Tarda poco en llegar su coche. Ahí llega, ahí se para. Mi corazón se acelera. Alimento la rabia. Y ahora no puedo controlar las lágrimas. Da igual. Más rabia. Me enjugo los ojos, me golpeo la cara. Miro, enfoco.
Baja del coche. Solo. Rodea el coche. Oh, ¿a ella sí le abres la puerta? ¿Aún en período de prueba, mamarracho? Baja ella del coche, envuelta en su juventud. Él le deja las llaves al aparcacoches. Vamos. Se dan la mano.
Y cuando echan a andar hacia la puerta del restaurante, entra en juego mi sentido del tiempo. No quito la vista de él. No me duelen las rodillas contra el marco. No noto el frío en mi cara mojada. Tomo aire. Tiemblo pero no hay duda.
¡Dios mío! El vacío en el estómago, el viento en mi cara, su forma se acerca, mirando hacia arriba al oír mi grito. Lo último que vemos, la cara del otro.
Dime que no a esto.
Al fin. Para mí.
Un último beso.
Francisco Roig
Mundo moderno
Yo no vine a tratar de definir el tiempo, seria definir el mismísimo universo,
el inicio y el final, y ahora que lo pienso la existencia y el origen,
humanos temiendo a leyes humanas cuando son las leyes del universo las que nos rigen.
Yo vengo a hablar de tiempos modernos, la sociedad, como hábito la red social para movernos,
nos individualizan, si no eres como ellos, vives en un infierno,
te hacen crear perfiles falsos para llenar vacíos internos.
En estos tiempos modernos, cada vez más cerca, cada vez más lejos,
500 “likes” en Instagram pero no te gusta lo que ves en el espejo.
En estos tiempos modernos, se sabe dónde estamos, con quién y lo que hacemos,
sentados en la misma mesa es normal que ya ni hablemos, que ni nos miremos,
pero bien decía la abuela, los alimentos son sagrados no son para que los grabemos.
Grabamos a las personas peleándose, accidentes, muertes… pero no intervenimos,
y ojalá no nos veamos en esa situación, ni pasemos por el mismo camino,
porque cuando tengamos un accidente y veamos luces apuntando hacia nosotros en vez gente interviniendo
vas a darte cuenta de lo poderosa que es la tecnología y también del daño que está haciendo.
En estos tiempos modernos, las mujeres cada vez más libres, cada vez se muestra más respeto,
están consiguiendo el lugar que siempre merecieron, alcanzando mejores puestos,
pero yo no hablo de superioridad, es mi opinión y lo que siento,
un hombre cargando un bebé también merece que le cedan el asiento.
Vivimos demasiado deprisa, no nos paramos a observar el camino, nos acercamos al abismo,
dejamos pasar momentos únicos, señalamos a los demás, nos apodera el egocentrismo,
y para que seamos más empáticos y que nuestra ciudad no tenga que pasar sismos,
desconéctate 4 segundos de la red y conéctate 7 segundos contigo mismo.
Manuel Fernández San Ruperto
Ese último beso q deja el tiempo congelado, el dolor enquistado y a alguien atrapad@ en el pasad@.
ResponderEliminarEse tiempo a trascender. Después de todo, existe realmente o es solo otro constructo mental q podemos romper, evolucionando?