InspirArte 2018. Sesión 8

LOS AMANTES, René Magritte (1928)

 

Y cuando se despertó, la incertidumbre todavía estaba allí. La noche anterior había estado cavilando sobre el plan que llevaba meses planeando. Es cierto que quizá el último gintonic la había mareado un poco, hasta el punto en que tuvo que llamar a  Jota para que pasara a recogerla. Algún día tendría que confesarle la verdad, pero no estaba preparada, aún no. Mientras desayunaba y mojaba las galletas en el café, pensaba en todo lo que le había conducido a esa situación. Todavía no estaba acostumbrada a su nueva vida, a todos los cambios que se habían producido  en ella en apenas un año, ni  se había habituado a su nuevo círculo de amistades. Incluso ahora tenía novio, o pareja o como quisieran llamarlo, sin etiquetas. La cuestión es que ya no era la misma persona. Había luchado contra molinos, contra Goliat y había hecho frente a todo aquello que se le había ido presentando y, desde luego, llegados a este punto no iba a parar. AHORA no, eso seguro. Así que, mientras se lavaba la cara y borraba el maquillaje reseco de la noche anterior, pensó en ella y esta vez no sintió rabia, sino que un leve sentimiento de esperanza y satisfacción se apoderó al mismo tiempo que terminaba de limpiar los restos de lágrimas negras de la víspera. 

Desde que tuvo uso de razón, su madre le había hecho la vida imposible, a ella y a su padre. Estuvo con él hasta que lo dejó tieso, sin nada, absolutamente arruinado y con una reputación injusta. La verdad es que su abuela le habló de cómo era cuando se conocieron. Su madre, de familia humilde, de clase trabajadora, gente llana; sin embargo, sus gustos nunca fueron sencillos. Jamás sintió que encajase en su mundo, había nacido para ser algo más, para ser alguien. Y no se detuvo. Abandonó a todos y se propuso cazar a algún buen hombre con importantes recursos. Qué más daba todo lo demás, un matrimonio es un operación comercial, no deben entrar en juego los sentimientos. De esta manera, gracias a su belleza espectacular y a sus mohínes de gatita coqueta, llegó al corazón de Gustavo. Fue fácil conseguir que se fijara en ella y el noviazgo duró lo que dura un vaso de hielo en un whisky on the rocks, que diría Sabina. ¿Qué cuándo empezaron los amantes? Nadie lo sabe, quizá el primer año, quizá ese joven jardinero que venía dos veces por semana, algo sin sentido, o quizá ese apuesto profesor de yoga que le daba clases particulares por las mañanas, mientras él estaba en la oficina o en alguna reunión. Gustavo nunca sintió el menor ápice de duda por lo que ella sentía por él y las pocas veces que hubo algún conato de discusión , supo cómo nadie darle la vuelta para que fuese él quien pareciera  culpable y terminaba por pedirle perdón con lágrimas en los ojos. La única que fue capaz de atisbar algo, fue la abuela, pero quién no pensaría que eran los ojos de una suegra envidiosa y desplazada los que tergiversaban la realidad.  Los años no pasaron en balde, fueron padres. Pañales, peluquería,  nanas, manicura, colegios, masajes, actividades extraescolares, gimnasio, reuniones de padres. Podría resumirse así. 


Entonces, cuando menos se hubiese podido esperar, estalló todo. Se marchó con su último profesor de pádel , el de rubia cabellera rizada y bronceado permanente,  y lo hizo llevándose todo lo que tenía valor en la casa. Se quedó con las propiedades que tanto trabajo le había costado a su marido conseguir, pues le había hecho firmar documentos imposibles durante años, con excusas y mentiras que el bueno de Gustavo nunca supo ver. Premeditación y alevosía. Faltó nocturnidad, pues se largó a plena luz del día en un deportivo rojo sangre. 


Ahora mientras terminaba de secarse el pelo, Sandra recordaba que estaba la residencia universitaria, cuando  llamó su padre para contarle lo que había sucedido. Al principio, no quiso creerlo, pero luego todo cuadró. No obstante, decidió seguir como si nada, aguardando,  esperando el día en que pudiese tomar cartas sobre el asunto.   Por su parte,  Gustavo entró en un ciclo de depresiones y se sumergió en una vorágine de alcoholismo y cocaína. Apenas cinco años después falleció. Todo su mundo se derrumbó. No quedaba ningún cimiento de su vida anterior. Tendría que operar ya. La venganza se servía en plato frío, pero quizá ya se estaba enfriando de más.  


En el rato, que le quitaba la etiqueta a su conjunto de encaje negro nuevo, pensó en que tampoco estaba tan mal su nuevo aspecto. Incluso ahora tenía más éxito, si lo hubiese sabido a lo mejor lo hubiese hecho antes. Total, en pleno siglo XXI, la sociedad es más abierta y a nadie le importa tus gustos o tu sexo anterior. A Jota se lo dijo desde el principio, y no le importó en ningún momento. Se había enamorado de ella y de todos sus planos, caras, aristas y ángulos y ,además,  quién leches era él para juzgar a la persona más bondadosa que había conocido en sus treinta y pocos años de vida.     


Terminó de subirse las medias. Qué torneadas y sexys se veían sus piernas ahora. Se colocó el liguero y pidió un taxi. Comenzó así  el trayecto que la llevaría a cometer el crimen perfecto, aunque más bien ese trayecto había empezado mucho tiempo atrás. Qué bien le sentaba el pelo así tan rubio y ondulado y qué labios tan carnosos se veía en el espejo central interior del coche. Se sentía segura, bella, rematadamente sexy. No, no había mentido sobre su físico en esa aplicación de móvil para ligar, o al menos en aquello que se veía a simple vista. 


Llegaron a aquel coqueto restaurante italiano, apartado de cualquier mirada indiscreta. Bajó, pagó, le pidió que se quedara con el cambio. Allí, en la mesa del fondo, en la más resguardada, estaba él, cabello rubio y rizado, hermoso bronceado . Se notaba que se  había esforzado en arreglarse para la ocasión , incluso apestaba a litros de Hugo Boss desde la entrada del restaurante. El mâitre la condujo a su mesa. Se saludaron con un par de besos y se sentó.


-Buenas noches, veo que no mentiste. Tienes los brazos fuertes, mucho, como de un buen profesor de pádel se podría esperar.


Leticia Jiménez Ayala








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