InspirArte 2018. Sesión 9


'EL JINETE AZUL', Vasili Kandiski (1903)

 


 

La huida (El jinete azul)
 

 - Tengo que salir de aquí – pensaba a cada instante mientras sus ojos repasaban milímetro a milímetro el lugar en busca de algo que le permitiera inventar cómo hacerlo. A través del ventanuco escuchó el movimiento de un animal. Apenas encajó la mirada entre la grieta de los maderos, encontró los ojos brillantes del caballo fijos en ella. 

Era pequeña, y ahora lo era aún más. Reunió todas las fuerzas que pudo y con sus manos arrancó los clavos que unían los barrotes cruzados; como un gusano logró salir de allí. 

La noche la escondería. Había que darse prisa antes de que despuntara el alba pues él no tardaría en levantarse y venir en su busca.
Salir, huir…su piel no aguantaba otra madrugada más. Iba a morir de todos modos, así que mejor si era en cualquier otro lugar que no fuera dentro de esa pesadilla.

- ¡Qué suerte la mía! –nunca antes había reparado en que hubiera un caballo por allí–. ¿Dónde estaría este caballo dócil que se inclina para que pueda subirme a su grupa?

Con paso tan lento como cabía en el silencio, la respiración contenida y la boca cerrada, se adentraron en la penumbra hacia cualquier parte. Anhelaba el momento de perder de vista el maldito lugar. Y en el deseo, pudo por fin atisbar el horizonte. Entonces empezó a soñar. No hay temor cuando se viene del infierno. No importa recorrer kilómetros sin nada que llevarse a la boca, pues la inanición es preferible al miedo. Mejor si las cosas se deshacen y dejan de existir, y con ellas quienes explotan para poseerlas. Explotar, solo la palabra haría estallar sus oídos. El ruido, la tierra en suspensión manchando la boca, la mirada sucia y lasciva; las pisadas de pies enormes cayendo sobre las losas del cuarto, y aquellas manos... El dolor. 

Noche tras noche caía la sombra infame. Inmóvil, aguerrida, solo la imaginación venía en su auxilio y a ella se entregó; a ella le entregó el llanto seco, tragado con la saliva espesa de quien no puede borrar imágenes impresas con sangre.

Morir mientras vives, qué terrible vida cuando no es vida. Qué hermosa cuando puedes mirar los lugares y elegir quedarte…o irte, o permanecer sentada en la orilla del río que ya no es frontera sino camino.

Trotar, cabalgar hacia la montaña donde la luz se vierte en azules. Soñar con el sol, con los días claros de la inocencia, con el desconocimiento del terror. Soñar con días venideros, con libros por leer y cuadros por pintar. Soñar con vivir.

Al abrirse los primeros claros comenzaron a emerger los tonos de una realidad hasta entonces inexistente. La tierra fresca se alzaba al cielo y allí la montaña azul se convirtió en destino. 

-    Vamos hacia ese lugar, dijo por fin al caballo.

En el espacio abierto bajó la tela con la que se había envuelto el pelo y cubierto la cara hasta los ojos. Sintió el aire en el rostro y conoció entonces los colores del caballo que la llevaba como si fuera ella misma. 

Caballo: Trotar, cabalgar, huir…. Con el jinete azul, con la amazona azul.
El movimiento de las piernas de esta muchacha sin nombre marca el ritmo de esta peripecia.
-Mujer, ven aquí, decía la bestia al entrar en la cuadra.
Su nombre era el de todas. No para mí. La llamé Blanca por el color de su piel, cada día más anciano y desvanecido. Muchas veces había tratado de llamar su atención con los escasos movimientos que podía hacer en aquel cuadrilátero, trataba de decirle que yo también quería salir de allí golpeando lo que tenía a mi alcance. Sin voz, con la boca sujeta a la enorme cabezada cerrada a modo de armadura, no podía relinchar. Siete noches en aquel infame destino.
Como una pluma que evita ser sentida, solo sus palpitaciones tocan mi piel, y así sé que sigue existiendo. Ni una palabra, ni un gesto que indique más que el deseo de alcanzar las montañas y atravesarlas. Cabalgar, llegar tan lejos que no puedan nunca encontrarnos, llegar más allá de los perfiles de un mundo pintado de impuros colores que esconden la oscuridad de la mentira, arrancar el recuerdo de una sociedad aduladora del éxito y sorda al inocente. 

Me voy, nos vamos, el caballo azul y yo, hacia un mediodía en el que quepa el olvido.

Juana M. Martínez Martínez


Valentía

 

– No puedes –Me repetía constantemente–. No sobrevivirías ni dos días.
Las dudas me asaltaban a cada rato y yo no hacía nada por reprimirlas. Sin embargo, todo el mundo me apoyaba.
– Tú puedes –Me decían mi padre y mi hermano.
– Hay que ser realista, solo con querer no se cumplen los sueños. Es muy difícil. –Es lo único que se me ocurría decirles.
Lo que ellos no sabían es que yo tenía una duda constante sobre mi capacidad. Tenía claro que iba a luchar con uñas y sangre por conseguir mis sueños, pero ¿y si eso no era suficiente? ¿Y si no solo con querer y luchar bastaba? ¿Y si no era lo suficiente lista o el agobio me sobrepasaba?
Solo me quedaba esperar, el destino decidiría si debía ir o no.
Pasaban los días y yo seguía con mi vida: del trabajo a casa y, de vez en cuando, del trabajo al bar de mi novio. Hoy era uno de estos días. Fui directamente, sin ducharme. Al fin y al cabo iban a ser solo 5 minutos, darle un beso e irme.
El bar estaba vacío, él estaba limpiando una mesa. Me senté en un taburete de la barra y esperé a que terminase. En cuanto me vio soltó con cara de pocos amigos: “vaya pelos, encima hueles a sudor”. Tan simpático él como siempre. Ignoré sus comentarios y le pregunté qué tal le había ido el día. Me contó con detalles que se había peleado con uno de los clientes y esto le había puesto de mal humor. Esperaba que al final me preguntase cómo me había ido a mí, pero no lo hizo. Cogió el móvil y se sentó al otro lado de la barra.
– ¿Sabes? –Comencé a decirle un poco nerviosa–. Mi orientadora laboral me ha dicho que ve muy accesible mi plan de estudios, a lo mejor debo empezar a replanteármelo de verdad.
– ¿Todavía sigues con esa idea? Ya te dije lo que había si te vas.
No podía contar con todos los dedos de mi cuerpo cuántas veces me había dicho que nuestra relación terminaría si lo hacía. Pero no me producía ningún remordimiento admitir que me daba igual acabar con esto.
– Si, lo sé. Pero me hace mucha ilusión y tengo ganas de intentarlo.
– Tú te crees que todo es muy fácil, que vas a presentarte allí y conseguir todo lo que te propongas. No es tan fácil Paula.
Ya no sabía qué contestar, tenía razón.
Continuó hablando: – Te lo digo por tu bien, cariño, no quiero que te estrelles y termines destrozada.
– Pero ¿y si no lo hago? ¿Y si lo consigo? –Contesté, esta vez con valentía.
– No lo vas a hacer, de ser así no gastaría saliva en decirte esto.
Algo hizo “clic” en mí al escucharlo. Me levanté enfadada y me fui a mi coche mientras escuchaba a mis espaldas varios improperios. De camino a mi casa encendí la radio con la intención de tranquilizarme. En ese momento estaba sonando una canción súper rockera: 

Voy en coche que robé anoche
a un tipo listo que iba a ligar
es un spider con dos asientes
coge doscientos sin apretar.
...
Dile a papá, que me voy de la ciudad.
Diles a los chicos, que no volveré más.
Y en la autopista las rayas bailan
como coristas de Cabaré.

Aquí estaba el destino del que había hablado antes. No sé si fue mi enfado o mi orgullo lo que me ayudó a decidirme. O tal vez fue de verdad una señal. Metí en la maleta lo necesario en menos de 5 minutos, si se me olvidaba algo podía mandármelo más tarde mi padre. Sin embargo, no podía olvidar el caballito de juguete que me había regalado mi abuelo antes de fallecer. Le prometí que me acompañaría en todas mis aventuras y locuras. Tras esto, llegó el momento en el que más dudé: abrí el cajón y vi por primera vez desde hace meses la carta de admisión de Oxford para estudiar física en su universidad. Cogí todos mis ahorros y fui en dirección al aeropuerto de Valencia escuchando de nuevo la canción del grupo “Cristina y los subterráneos”, no sin antes dejarle una nota a mi hermano en la que ponía “Dile a papá que me voy de la ciudad. Os quiero.”

Alba Rascón


 

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