LAS SEÑORITAS DE AVIGNON', Pablo Ruiz Picasso (1907)
MIRADAS ENCONTRADAS
Con motivo del cumpleaños de Paula, habíamos decidido no posar ese día y quedar las cinco en su casa, para pasar la noche allí. Yo fui la primera en llegar, Paula lo tenía casi todo preparado, excepto el pastel, debido a que no alcanzaba las manzanas por su baja estatura, así que yo le ayudé a cogerlas y preparamos una jugosa tarta.
Al poco tiempo llegó Diana, quejándose del tiempo. Paula puso los ojos en blanco.
– Alicia, ¿por qué ha tenido que venir si no nos cae bien a ninguna? – le respondí sonriendo.
– Porque tiene su gracia.
Mientras llegaban las demás, Paula nos contó cómo su prometido miraba a otras con descaro, delante de ella.
– Sé que no soy perfecta, pero por lo menos podría respetarme un poco, ¿no?
Diana respondió.
– Ya sabes lo que pienso de ese impresentable, no sé cómo has aceptado ese compromiso.
– Es un acto reflejo del ser humano, pero debería controlarse, por lo menos cuando está contigo – intenté calmar los ánimos.
En ese momento llegaron Lara y Blanca, que se metieron de lleno en la conversación.
– Tu prometido mira a todas con deseo – dijo Lara.
– Pues a mí no – respondió Blanca en voz baja.
Todas reímos y Diana preguntó con malicia:
– Blanca, tú al final vas a ser monja, ¿verdad?
Blanca se quedó muda pero se podía percibir su enfado. Paula propuso hablar sobre los muchachos que les atraían, Lara empezó a enumerarlos.
– Carlos, Juan, Pablo, David, Jesús…, pero solo he coqueteado con los tres primeros, el resto ya se verá.
Diana le preguntó a Blanca quién le gustaba, pero ella decidió no contestar. Y llegó mi turno, no sabía qué responder, nunca me había atraído ningún muchacho, de hecho no las comprendía cuando hablaban de sus enamorados, y decidí decir la verdad.
– Nunca me he sentido atraída por ningún hombre.
Todas se quedaron pensativas, excepto Paula, que con rapidez me preguntó:
– ¿Y por una mujer?
Ahora todas se sorprendieron mucho y esperaron mi respuesta.
– De lo que estoy segura es de que nunca he sentido eso por un muchacho.
– Lo intuía – respondió Lara.
Blanca estaba absorta, pero las demás estaban demasiado interesadas en mis palabras como para darse cuenta.
– Pero, ¿qué es lo que sientes? – preguntó Paula.
Me quedé dudando un rato.
– Para empezar, ni yo misma sé lo que siento.
– ¿Pero te gustan todas las chicas? - preguntó Lara.
Blanca respondió por mí:
– ¿Y a ti, te gustan todos los chicos?
Cuando Lara se dio cuenta de lo absurda que sonaba esa pregunta, se sonrojó y se quedó callada.
– Pues por ejemplo me siento a gusto con ellas, aprecio su belleza y su delicadeza – al fin pude contestar.
– Pues yo no me siento nada atractiva, odio todo de mí – terció Diana.
– Tienes una cintura de avispa envidiable – le contestó Lara.
– Ojalá yo fuera tan resuelta como tú – respondió Diana.
Paula estaba muy seria, lo que era extraño en ella, y decidí preguntarle.
– Paula, ¿qué es lo que más te gusta de ti?
Ella respondió con tristeza.
– Nada, soy bajita, me siento fea, soy insegura y por si fuera poco, me río en los momentos más inoportunos, ¿qué se supone que me debe gustar de mí?
– ¿Tu gran sentido del humor? – intenté animarla -. Además, qué más da ser bajita si existen los taburetes – conseguí sacarle una sonrisa.
Blanca se unió al grupo diciendo:
– A mí me gustan las pecas que me salen en verano y mis ojos color café.
Yo respondí:
– Nadie es perfecto, el físico no lo es todo, pero hay personas a las que su gran personalidad vuelve muy atractivas.
Todas quedaron satisfechas y empezamos a cenar. La cena estuvo muy animada, Lara y Diana incluso se hicieron amigas. Cuando subimos a la habitación nos cambiamos sin pudor, no hubo comentarios desagradables ni miradas de envidia, sólo miradas encontradas.
Andrea Navarro Conesa, alumna de 2º de Bachiller
MIS QUERIDAS SEÑORITAS
Entraron a la carrera, con un revolar jocoso de faldas y blusas que se arrancaban en un suspiro, dejando el estudio regado con el perfume de la transgresión. Como cada día, el joven pintor recibió aquella bocanada de frescor con la misma alegría que sus pinceles.
El estudio no era un estudio estrictamente, eran dos cuartos unidos y destartalados, con dos balcones que daban a la calle de Avignó, un remanso entre los cientos de burdeles de los que a todas horas escapaban suspiros y jadeos. Cuando el joven Pablo lo ocupaba se hacía el silencio previo al arte, y allí estaba el lienzo, grande, a ratos incluso colosal, más de dos metros por un lado y por otro, aguardando una jornada más a que su mano le arrancara otra bocanada de color.
Sin dejar de sonreír, las cinco se fueron colocando, cuatro de pie, la quinta sentada y levemente girada hacia el pintor, diríase que hoy un poco más de frente, con las piernas un poco más abiertas, como si llevara el atrevimiento un punto más lejos de lo necesario. Pablo la miró con una sonrisa cómplice, pero dejándole claro que de ahí no pasaría, y de ella se fue a los rostros de sus cuatro compañeras, hoy tal vez más arrebolados que nunca.
La luz era buena, el silencio de los cuartos anejos le iba ganando, la geometría de sus pechos cada vez más perfilada, más recta, más llena de los nuevos volúmenes que en los últimos tiempos le habían ganado la mano y la mirada. La sesión prometía aunque ellas no dejaban de reír, todavía sofocadas por la carrera.
De pronto la puerta amenazó con derrumbarse, los golpes y los gritos de dos hombres le pusieron cerco. Molesto, el joven pintor dejó sus trebejos y abrió para encontrarse a un fornido ejemplar de la Guardia Urbana que escoltaba a un escuálido caballero de sombrero hongo, bigote de finas guías y un trajecito liviano pero caro, y que no dejaba de gritar.
- Bueno, cálmese, ¿está seguro? Mírelas bien.
Y el jovencito petimetre que era el marqués de Blanchard fue recorriendo sus caras, pero no pasó de la primera, porque los ojos se le fueron a los pechos desafiantes, a los vientres liberados, a las axilas reposadas que se ofrecían no sólo a la necesidad del pintor.
Entonces no importaron ni la cartera, ni la pitillera de alpaca regalo de su prometida, la duquesa de Villiers, ni el reloj con leontina, ni el encendedor de oro. Todo se le borró al marquesito al que hacía unos minutos ellas habían desvalijado, incapaz de jurar, ante aquellos cuerpos lúbricos, que los rostros fueran los mismos que acababan de encandilarle tramposamente en la calle.
Sudando a mares, marqués y autoridad salieron del estudio, escoltados por unas carcajadas libres y proletarias que el joven pintor hubiera querido saber cómo plasmar en el lienzo para sazonar con ellas ese cubismo en el que algún crítico amigo había incluido ya sus últimos trabajos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario